Por los Barrios Altos de Lima
En horas de la tarde, cualquier día
al final de los años cuarenta
al final de los años cuarenta
Esquina de Las Cruces con subida de Santa Clara. El olor de la tienda de chino era peculiar para una pituitaria con escasos doce años entre los mortales de este antiguo barrio limeño: era uno cargado el que provenía de la exótica especería oriental que difería de los olores de la pulpería de italiano o de las panaderías, por entonces a cargo de japoneses.
La tienda de chino, aledaña a la esquina de mi casa, sumaba al olor añejo algo del penetrante aguardiente de caña o de uva, que se expendía en la discreta trastienda donde no faltaban furtivos y constantes parroquianos. El oriental vendía de todo, generalmente al menudeo y eran moneda corriente las pesetas, los chicos y los gordos, cobres subsidiarios del Sol de Oro.
En diagonal, esquina de Rufas con Buena Muerte abría por entonces una panadería que horneaba, entre otras masas, un pan francés de a medio real (0.05 de sol) que era una delicia. El tradicional lunch o lonche, ese merendar antes de la cena de antaño, necesitaba de buen pan francés todavía caliente y dorada corteza, mantequilla cremosa para acompañar una tasa de café con leche. Era lo tradicional en casa.
Los olores de Lima en aquel lugar de los Barrios Altos, a partir de las cuatro de la tarde se cargaban del picante aroma que traía el viento directamente de la anticuchera que sentaba plaza en la esquina cercana. De ese carretón donde una hornilla de hierro fundido alimentado con carbón avivado con abanico de mimbre, daba fuego a una extendida parrilla en la que se asaban trepidantes, entre chispas y humo, los trozos ensartados de anticucho, la pancita o los choncholíes (argentinismo que los limeños han trocado del porteño chinchulines) Todo amorosamente adobado, untado mediante unas brochas vegetales con los jugos mágicos y olorosos de fuerte especiería donde resalta el comino; papas, generalmente arenosas y camote amarillo doraban en otra sartén en su baño de aceite borboteante; y, por separado, en una gran olla con la tapa cubierta con tela blanca para evitar perder el vapor, los robustos choclos que sirven de guarnición.
Próximo a salir la nueva hornada de pan francés, pues era obligado el pan caliente, entretanto, la avecindada anticuchera vendía que daba gusto a su numerosa clientela harto conocida.
Había de los que se servían sentados en las cortas bancas que ofrecía la simpática mujer -una robusta mulata- o en su caso el viandante se llevaba en pancas de choclo, luego de pagar unos pocos centavos, colocar ritual y diligente un poco de sabroso ají para enrostrar entonces con fruición ese apetitoso anticucho, la fina pancita o los deliciosos choncholíes. Tampoco faltaban los dorados y crocantes picarones con aquella miel de caña que les hace tan particulares y limeños.
Dos horas después quedaba solitaria nuestra vivandera, aquella negra, con los últimos rezagos de sus delicias entre las chispas que alumbraban su morenísimo rostro donde destacaban por contraste los blancos dientes a la mortecina luz de un elevado poste del que pendía un foco que tenía por guarda un disco de metal aporcelanado.
Espectar la noche desde una de las ventanas de la casa en Las Cruces, era no menos interesante: por la izquierda la alumbrada Plazuela de Santa Ana y la torre de la Iglesia de las Descalzas al final de la larguísima calle. En aquella amplia y larga plazuela se acomodaban por entonces los cines Mazzi que ofrecía generalmente películas a la numerosa colonia china y, al frente, el Francisco Pizarro de moderno corte con frescos laterales al relieve del pintor y escultor Rossi; el Ministerio de Gobierno y Policía con un techo versallesco y el referido convento de las Descalzas, en diagonal con la imponente Iglesia de Santa Ana. En el extremo se levanta la estatua del sabio Antonio Raymondi con su lupa examinando alguna exótica especie.
Las cruces que dan nombre a esta antigua calle de los Barrios Altos
A la calle Las Cruces seguían en numeración ascendente, Plazuela de Santa Ana, Sacristía de Santa Ana, Plazuela de San Bartolomé, Mestas y finalmente Doña Elvira, las seis calles que forman el Jirón Ancash.
Calle Sacristía de Santa Ana, hacia Las Cruces y el cerro San Cristobal. S XIX
Por la derecha, la primera cuadra de aquel jirón, la muy larga calle Rufas con el fondo del San Cristobal y su gran cruz; en la vereda subiendo hacia Viterbo se puede ver, algo oculta, la puerta de la Logia Cordano que luce en su frontis greco-romano el curioso lema: La más honrada de las logias de Lima (Consecuencia de algún cisma masónico de vieja data)
Al frente, por encima de los techos planos, las torres de las iglesias Trinitarias y las de la Buena Muerte con su hospital de los padres de la Orden de los Bethlemitas o San Camilo, sacerdotes destinados al bien morir o para asistir a los moribundos en sus postreros momentos. Por entonces tañían las campanas con sones peculiares y regulares.
Raras veces se daba plenilunio o algún cielo estrellado, lo común era el característico color del cielo de Lima, blanco panza’ e burro como solía escuchar de algunos criollos del barrio y, en el largo invierno, la fina garúa o remedo de lluvia que no llega a ser.
Lima, sábado, 17 de septiembre de 2011.