Ad Majorem Dei Gloriam
Notas sobre la
expulsión de los jesuitas en el Perú
Lima,
septiembre 8 de 1767.- Una columna de alguaciles tea en mano, dos compañía de
granaderos y ocho soldados de caballería de la guardia del virrey, dirigen sus
pasos por Aldabas, continúan por Beytía con dirección al templo de San Pablo,
actual iglesia de San Pedro. Ha quedado roto el sueño de los vecinos por la
sorda marcha de corchetes o ministriles de justicia con escolta y aparato;
entonces algunos curiosos asoman para ver el extraño desfile aquella fría
madrugada.
La ciudad
duerme hace mucho y aún los gallos no anuncian el nuevo día cuando suenan
huecos, extraños y desacostumbrados los golpes del aldabón en la maciza puerta
que da a la plazoleta del cementerio del Callejón de Gato; -Cosa curiosa: la
contigua y monumental iglesia tiene tres puertas en lugar de las dos que
habrían de corresponderle por su categoría- prerrogativa únicamente reservada a
los templos catedralicios.
Las bocacalles
han sido cerradas y los contornos de la manzana guarnecidos. Se abre el postigo
y el hachón alumbra la barbada faz de un monje alto y compuesto:
- La paz sea
con vosotros hermanos, adelanta con tranquila voz el jesuita, pasad, por favor.
Don Domingo de
Orrantia, caballero que presidía la comitiva, queda desconcertado. No era para
menos. Cuanto sigilo y secreta consigna para la sorpresa que esperaban producir
y que ahora la recibían tornada. Al hacer su ingreso en tropel en el zaguán e
inmediato patio se deja ver en la semioscuridad una larga columna de frailes
breviario en mano y el zurrón a sus pies con sus magras pertenencias.
Indudablemente,
esperaban preparados aquella incursión (1)
El padre
provincial José Pérez de Vargas y el último rector, fray Antonio Claramunt fueron
compelidos a entregar llaves y hacer que la comunidad se concentrara en el
amplio refectorio, que se dispuso a campana tañida; allí se les leyó la orden
de extrañamiento del reino; además, que la detenida grey del Colegio Máximo de
San Pablo de Lima, seminario y colegio católico, sería sacada de sus
domicilios, que en Lima eran cuatro, a saber: el Colegio Máximo de San Pablo,
la casa profesa de Desamparados, el Colegio San Martín y el Noviciado de San
Antonio Abad.
Era la ocasión
de hacerla desfilar en el mayor sigilo por calles y plazas en hora temprana y
expulsarla fuera del reino del Perú, lejos, muy lejos tanto donde no pudiera
saberse más de ella. Había empezado la tristemente célebre cuanto injusta purga
de los padres jesuitas. En todo el reino se llevaban en horas similares estas
diligencias. Allí donde existía una comunidad jesuítica igual ocurría.
Disciplinados
y serenos están ya formados aquellos soldados de la Compañía de Jesús
(Societatis Jesu, SJ) selecta Orden llegada al Perú en 1568. Forjados en los
ejercicios espirituales legados por su fundador y primer general San Ignacio de
Loyola suman a la proverbial disciplina, magredad de costumbres, sólida
instrucción y sereno juicio, un hálito de clara inteligencia que los había
hecho temidos, cuando no envidiados en todo tiempo y circunstancia. La Orden de
los jesuitas se había incorporado, en 1540, a instancias del emperador Carlos V ante
el Papa Paulo III y a resultas del larguísimo Concilio de Trento por obra de la
Contrarreforma.
Pero era claro
que las reales disposiciones tenidas por secretas, compulsivas y precisas,
despachadas con toda anticipación desde el palacio real de El Pardo al virrey
del Perú y reenviadas a todas las gobernaciones del vasto virreinato habían
sido, en algún tramo, conocidas por estos religiosos. El trigésimo primer
virrey del Perú, don Manuel Amat y Juniet (1761-1776) estaba al mando en
ocasión de estos sucesos.
Anciano y
gotoso cuando no enamoradizo, el catalán renegaba de los deslices de su amante
Micaela Villegas, La Perricholi, pero estaba en inteligencia con Madrid en asuntos
de esta expulsión que la tenía por secreta y sobre la que se había asegurado
que así lo fuera.
Más tarde, en
orden y con dignidad, murmurando algún rezo la columna de reos abandona su
amada casa, algunos vuelven la mirada al hermoso y elevado frontis renacentista
donde se inscribe misterioso el anagrama JHS; los más viejos con los ojos empañados
y los más jóvenes encadenadas sus emociones. Larga va la columna de frailes que
encamina hacia la portada del Callao donde colocada en carretones enrumba al
puerto; allí les aguarda la primera prisión, el navío de guerra San José
Peruano destinado para su largo viaje y deportación. Allí también se darán
encuentro con otros hermanos exiliados, procedentes del Alto Perú, la Capitanía
General de Chile y demás confines de la jurisdicción virreinal.
Es septiembre
y la húmeda neblina con la garúa temprana azuza el frío.
Consciente
Amat que muchos de los novicios y frailes eran limeños por lo que la población
podría reaccionar en favor de ellos, aceleró el zarpe y es así que el 29 de
octubre 180 jesuitas marchan al destierro; al dar fondo en Valparaíso,
esperaban ya 200 jesuitas, pero dado el escaso espacio que les quedaba a los
embarcados en el Callao únicamente pudieron dar autorización a 21 sacerdotes
chilenos. El 1 de enero de 1768 se hicieron nuevamente a la vela para arribar a
Cádiz después de cuatro penosos meses de navegación. El total del secuestrado,
según documentos estudiados, expresa que llegó a 499, de los cuales 429
embarcaron para España.
Quienes habían
corrido la voz de la fortuna descomunal que los jesuitas habrían dejado
enterrada en sus casas y templos, dieron lugar a una mal disimulada búsqueda, especialmente
en San Pablo, pero jamás se pudo encontrar otra cosa que los ornamentos
sagrados y obras de arte de gran valor producto de las donaciones. Es así que
la tan cantada riqueza de la Orden jamás apareció; por el contrario, se pudo
comprobar por los documentos incautados que los frailes habían vivido al día y
si de algún dinero se tuvo noticia, era el proveniente de las cofradías que lo
habían confiado.
La masiva
defenestración, entre posibles otras causas, tendría origen en estos hechos:
En la
metrópoli, don Pedro Pablo Abarca de Bolea, IX conde de Aranda, valido de Carlos
III, el Déspota Ilustrado, había convencido al Consejo Real y con ello al mismo
rey sobre la necesidad de terminar de una vez con la clara hegemonía de los
discípulos de Loyola en las provincias de ultramar y en la propia España.
Razones sobraban.
Había suficiente
queja contenida en los reales despachos por la forma como administraban los
jesuitas las misiones o reducciones del Paraguay asiento de los nativos calchaquíes
y guaraníes y la prosperidad que habían logrado en comunidad. Situación que de
otro lado habría puesto en bancarrota a los encomenderos, que si bien era
cierto se les sabía abusivos e indolentes, al fin de cuentas también eran
tributarios del rey.
Que no era
poco que aquellos jesuitas, la última Orden clerical arribada al Perú doscientos
años antes, hubiera tornado en su favor, hegemónico y exclusivo, la instrucción
de los hijos de las clases más encumbradas, dejando a los franciscanos,
mercedarios, dominicos y agustinos en planos inferiores en materia de impartir
la instrucción.
Además, muchos
legados de agradecidos pudientes testaban en favor de la Orden y con ello
habíanles procurado un patrimonio en hacienda y propiedad inmueble sobre las
que ejercían labor tesonera de producción e industria que los hacía prósperos a
la vista de cualquier feligrés y muy al pesar de no pocos.
Y en materia
de conocimiento y cultura, los ilustrados hermanos poseían una biblioteca rica
en volúmenes de los más variados títulos, en su mayoría tratados de ciencia y
teología, ¿No constituía esto un poder de primer orden? Con la expulsión y el
tiempo esa colección pasó a formar la Biblioteca de Lima, asolada por la
soldadesca chilena en 1881 y devorada por el incendio de 1943.
Tampoco podía
dejarse caer en saco roto las intrigas vengativas de don Pablo de Olavide, el
limeño quien sufriera prisión dispuesta por la Inquisición sobre la base de la
denuncia de los jesuitas de haber empleado parte de los dineros que le confiara
el virrey, para obra pía y el levantamiento de templos y casas religiosas
destruidos por el sismo de 28 de octubre de 1746 y con esa dolosa sisa haber
empezado la fábrica del Teatro de Lima, obra del todo impía, según criterio de
sus acusadores.
En el Perú, el
virrey don José Antonio Manso de Velasco, conde de Superunda, había conseguido
con mucho esfuerzo trocarle a Olavide el auto de fe inquisitorial de la hoguera
por el de expulsión perpetua y ahora, en la hora suprema, se encontraba don
Pablo en España protegido del Conde de Aranda mascullando su desquite. La
expulsión de los jesuitas de todos los reinos de España sería el colofón y para
ello pondría algo de su empeño de masón y enemigo natural de la Orden
ignaciana.
También se
tenía en cuenta la fundada sospecha que el reciente motín llamado de Esquilache,
en Madrid, los jesuitas habíanla propiciado o apoyado.
Leopoldo de
Gregorio, marqués de Esquilache, persona de absoluta confianza del rey, firme
en su decisión se había propuesto erradicar en la Villa de Madrid el uso de la
capa larga y el sombrero de ala ancha llamado chambergo con el pretexto de que,
embozados, los madrileños podían darse anónimamente a todo tipo de atropellos y
esconder armas entre la amplitud del ropaje.
La medida
propugnaba el uso de la capa corta y el tricornio o sombrero de tres picos de
procedencia extranjera. La multa en caso de desobediencia ascendía a seis
ducados y doce días de cárcel para la primera infracción y el doble para la
segunda. A este italiano debía Madrid las obras de saneamiento y limpieza, que
tanta falta le habían hecho. A él también la pavimentación e iluminación de
calles y la creación de paseos y jardines.
El edicto de
marras dio origen a un levantamiento en la vieja capital a orillas del Manzanares
y otras partes de España, pero es posible que la manifiesta escasez, pobreza y
hambruna que de verdad la asolaban hubieran sido la verdadera causa que había
puesto en riesgo la estabilidad del propio rey. Esquilache fue forzado al
exilio y de esta forma terminado el motín. (Ver)
¿Cuán lejanos
pudieran haber estado los jesuitas de estos sucesos?
Había mucho de
encono contra la famosa Orden en el Paraguay y su revolucionaria obra. Claro,
resultaba intolerable la competencia de los buenos géneros de tela confeccionados
en las reducciones nativas vendidas a precio de coste y de calidades superiores
a los burdos que traían los mercaderes de Asunción desde la lejana España para
imponerlos bajo grosera exacción a los nativos; ese abuso había terminado. Los
jesuitas igual que pronunciaban elocuentes la palabra misionera, enseñaban la
ciencia de la manufactura en los telares; el arte del cultivo y la
administración de la granja, el uso de las herramientas de todo tipo y su
forja; el cuidado de la salud y la preparación de medicamentos. El valor del
esfuerzo constante aunado a la virtud cristiana por la buena obra había
despertado en los sencillos naturales un orgullo redivivo.
Allí estaba
para probarlo también la factura sólida y equilibrada de piedra y ladrillo de
sus construcciones, en sus volúmenes generosos, correcta orientación y barroco
impresionante; allí también la cadena inigualable de templos que desde Puno,
pasando Juli sigue las estribaciones de Humahuaca en Jujuy, hasta Misiones en
Yapeyú. Singulares obras maestras, cuyos abandonados vestigios aún son motivo
de admiración.
Acaso no
fueran notables los alcances de la cultura occidental implantados con paciencia
y amor por esos laboriosos frailes. Así, en las espesuras de la cercana Iguazú,
una orquesta de cámara formada por jóvenes guaraníes lanzaba a los vientos la
Sonata en trío para violines y violonchelo, opus 1, de Arcangelo Coreli, como
si lo fuera la más conspicua y afiatada orquesta de Cremona o de Mantua
provista de violines tan buenos como los afamados Guarneri o Stradivari, que
también los fabricaban en aquellas exóticas latitudes tan lejanas.
Pues no, ya
era suficiente; Carlos III, decreta la expulsión de la Compañía de Jesús mediante
la Pragmática Sanción, cuya glosa reza:
[…]Habiéndome
conformado con el parecer de los de mi Consejo Real y de lo que me han
expuesto personas del más elevado carácter, estimulado de gravísimas causas
relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en
subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y
necesarias que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad
económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de
mis vasallos y respeto de mi corona, he venido a mandar se extrañen de todos
mis dominios de España e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los
religiosos de la Compañía, así sacerdotes, como coadjutores y legos que hayan
hecho la primera profesión, y a los novicios que quisieren seguirles, y que se
ocupen todas las temporalidades de la Compañía de mis dominios. Y para su
ejecución uniforme en todos ellos os doy plena y privativa autoridad, y para
que forméis las instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y
estimareis para el más efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento. Y quiero que
no sólo las justicias y tribunales superiores de estos reinos ejecuten
puntualmente vuestros mandatos, sino que lo mismo se entienda con los que
dirigiereis a los virreyes, presidentes, audiencias, gobernadores,
corregidores, alcaldes mayores y otras cualesquiera justicias de aquellos
reinos y provincias, y que, en virtud de sus respectivos requerimientos,
cualesquiera tropas, milicias o paisanaje den el auxilio necesario sin retardo
ni tergiversación alguna, so pena de caer, el que fuere omiso, en mi real
indignación. Yo, el Rey, 27 de febrero de 1767.[…]
Mucho hay
registrado de la pena, privación y desdén que los miembros de la Orden habrían
de sufrir, numerosos de ellos abandonados a su suerte en Italia. Abandonados
también sus templos y casas de retiro, mal administrados por las
temporalidades, es decir, ocasionales entes encargados del cuidado de ese
patrimonio celosamente construido y atesorado que finalmente quedó disperso,
hurtado o desaparecido (2).
La expulsión
trajo consigo un retroceso en la producción del campo y la industria donde
había sido motivo la tarea jesuítica. Se dejó sentir también en la calidad de
la instrucción y mucha gente acusó recibo de las deficiencias, de tal suerte
que pasados pocos años se gestó la idea de hacer retornar a los extrañados. El
daño ya estaba hecho.
Se tuvo
empero, para castigo o recompensa, que un jesuita arequipeño, pampacolqueño de
origen, don Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, víctima de esta expulsión produjera
en su tiempo el más subversivo libro que habría de apuntalar los deseos
inocultos de independencia, con anterioridad a la emancipación de Iberoamérica
desde los albores del siglo XIX.
La Carta a los
españoles americanos del jesuita peruano galvanizó las conciencias de los
pueblos y les indujo a la separación de España, acaso para La mayor gloria de
Dios.
Reducciones del Paraguay; Reducción de San Miguel, actual Brasil,
fundada por el jesuita limeño P. Antonio Ruiz de Montoya
(1) Invitamos
en este punto a leer la tradición El Nazareno, de don Ricardo Palma, quien era
masón y tampoco comulgaba con los jesuitas, respecto a cómo no fue secreto para
ellos la real orden de extrañamiento. El historiador R. P. Rubén Vargas Ugarte,
S. J. niega versiones de este jaez y por el contrario explica el gran pesar y
sorpresa que produjo entre los hermanos jesuitas semejante disposición cuando
les fue leída aquella Pragmática Sanción.
(2) Y esto
sólo fue uno de los episodios de la tremenda campaña antijesuítica que se
desató en Europa. Fueron expulsados de Portugal (1761), Francia (1764), España
(1767), Sicilia (1765) y Parma (1768) y la supresión por vía administrativa
decretada por el Papa Clemente XIV en 1773. La restauración, impulsada por José
Pignateli, tomando como base los grupos de jesuitas que habían permanecido en
la Rusia Blanca, fue sancionada por Pío VII (1814) pero no todo resultaría
fácil. El afianzamiento y la difusión fueron dificultados por las persecuciones
en muchos países.
Fuentes:
Historia
General del Perú. Tomo IV (Virreinato 1689, 1776) R. P. Rubén Vargas Ugarte S.
J. Ed. Carlos Milla Batres, 1981; Lima-Perú.
Tradiciones
Peruanas Completas. El Nazareno, (1774), Ricardo Palma. Aguilar – Madrid 1964.
Internet
Grabados de
Internet
Incursión en
San Pablo. Del blog ESEJOTAS del Perú,
http://www.esejotas.com/2008/11/la-expulsin-de-los-jesuitas-en-el-per.html
Emblema de la
Compañía de Jesús.
Reducciones
del Paraguay, Reducción de San Miguel, en territorio actual del Brasil