sábado, 1 de noviembre de 2008

Ad Majorem Dei Gloriam




Notas sobre la expulsión de los jesuitas en el Perú

Lima, septiembre 8 de 1767.- Una columna de alguaciles tea en mano, dos compañía de granaderos y ocho soldados de caballería de la guardia del virrey, dirigen sus pasos por Aldabas, continúan por Beytía con dirección al templo de San Pablo, actual iglesia de San Pedro. Ha quedado roto el sueño de los vecinos por la sorda marcha de corchetes o ministriles de justicia con escolta y aparato; entonces algunos curiosos asoman para ver el extraño desfile aquella fría madrugada.

La ciudad duerme hace mucho y aún los gallos no anuncian el nuevo día cuando suenan huecos, extraños y desacostumbrados los golpes del aldabón en la maciza puerta que da a la plazoleta del cementerio del Callejón de Gato; -Cosa curiosa: la contigua y monumental iglesia tiene tres puertas en lugar de las dos que habrían de corresponderle por su categoría- prerrogativa únicamente reservada a los templos catedralicios.

Las bocacalles han sido cerradas y los contornos de la manzana guarnecidos. Se abre el postigo y el hachón alumbra la barbada faz de un monje alto y compuesto:

- La paz sea con vosotros hermanos, adelanta con tranquila voz el jesuita, pasad, por favor.

Don Domingo de Orrantia, caballero que presidía la comitiva, queda desconcertado. No era para menos. Cuanto sigilo y secreta consigna para la sorpresa que esperaban producir y que ahora la recibían tornada. Al hacer su ingreso en tropel en el zaguán e inmediato patio se deja ver en la semioscuridad una larga columna de frailes breviario en mano y el zurrón a sus pies con sus magras pertenencias.

Indudablemente, esperaban preparados aquella incursión (1)





El padre provincial José Pérez de Vargas y el último rector, fray Antonio Claramunt fueron compelidos a entregar llaves y hacer que la comunidad se concentrara en el amplio refectorio, que se dispuso a campana tañida; allí se les leyó la orden de extrañamiento del reino; además, que la detenida grey del Colegio Máximo de San Pablo de Lima, seminario y colegio católico, sería sacada de sus domicilios, que en Lima eran cuatro, a saber: el Colegio Máximo de San Pablo, la casa profesa de Desamparados, el Colegio San Martín y el Noviciado de San Antonio Abad.

Era la ocasión de hacerla desfilar en el mayor sigilo por calles y plazas en hora temprana y expulsarla fuera del reino del Perú, lejos, muy lejos tanto donde no pudiera saberse más de ella. Había empezado la tristemente célebre cuanto injusta purga de los padres jesuitas. En todo el reino se llevaban en horas similares estas diligencias. Allí donde existía una comunidad jesuítica igual ocurría.

Disciplinados y serenos están ya formados aquellos soldados de la Compañía de Jesús (Societatis Jesu, SJ) selecta Orden llegada al Perú en 1568. Forjados en los ejercicios espirituales legados por su fundador y primer general San Ignacio de Loyola suman a la proverbial disciplina, magredad de costumbres, sólida instrucción y sereno juicio, un hálito de clara inteligencia que los había hecho temidos, cuando no envidiados en todo tiempo y circunstancia. La Orden de los jesuitas se había incorporado, en 1540, a instancias del emperador Carlos V ante el Papa Paulo III y a resultas del larguísimo Concilio de Trento por obra de la Contrarreforma.

Pero era claro que las reales disposiciones tenidas por secretas, compulsivas y precisas, despachadas con toda anticipación desde el palacio real de El Pardo al virrey del Perú y reenviadas a todas las gobernaciones del vasto virreinato habían sido, en algún tramo, conocidas por estos religiosos. El trigésimo primer virrey del Perú, don Manuel Amat y Juniet (1761-1776) estaba al mando en ocasión de estos sucesos.

Anciano y gotoso cuando no enamoradizo, el catalán renegaba de los deslices de su amante Micaela Villegas, La Perricholi, pero estaba en inteligencia con Madrid en asuntos de esta expulsión que la tenía por secreta y sobre la que se había asegurado que así lo fuera.

Más tarde, en orden y con dignidad, murmurando algún rezo la columna de reos abandona su amada casa, algunos vuelven la mirada al hermoso y elevado frontis renacentista donde se inscribe misterioso el anagrama JHS;        los más viejos con los ojos empañados y los más jóvenes encadenadas sus emociones. Larga va la columna de frailes que encamina hacia la portada del Callao donde colocada en carretones enrumba al puerto; allí les aguarda la primera prisión, el navío de guerra San José Peruano destinado para su largo viaje y deportación. Allí también se darán encuentro con otros hermanos exiliados, procedentes del Alto Perú, la Capitanía General de Chile y demás confines de la jurisdicción virreinal.

Es septiembre y la húmeda neblina con la garúa temprana azuza el frío.

Consciente Amat que muchos de los novicios y frailes eran limeños por lo que la población podría reaccionar en favor de ellos, aceleró el zarpe y es así que el 29 de octubre 180 jesuitas marchan al destierro; al dar fondo en Valparaíso, esperaban ya 200 jesuitas, pero dado el escaso espacio que les quedaba a los embarcados en el Callao únicamente pudieron dar autorización a 21 sacerdotes chilenos. El 1 de enero de 1768 se hicieron nuevamente a la vela para arribar a Cádiz después de cuatro penosos meses de navegación. El total del secuestrado, según documentos estudiados, expresa que llegó a 499, de los cuales 429 embarcaron para España.

Quienes habían corrido la voz de la fortuna descomunal que los jesuitas habrían dejado enterrada en sus casas y templos, dieron lugar a una mal disimulada búsqueda, especialmente en San Pablo, pero jamás se pudo encontrar otra cosa que los ornamentos sagrados y obras de arte de gran valor producto de las donaciones. Es así que la tan cantada riqueza de la Orden jamás apareció; por el contrario, se pudo comprobar por los documentos incautados que los frailes habían vivido al día y si de algún dinero se tuvo noticia, era el proveniente de las cofradías que lo habían confiado.

La masiva defenestración, entre posibles otras causas, tendría origen en estos hechos:

En la metrópoli, don Pedro Pablo Abarca de Bolea, IX conde de Aranda, valido de Carlos III, el Déspota Ilustrado, había convencido al Consejo Real y con ello al mismo rey sobre la necesidad de terminar de una vez con la clara hegemonía de los discípulos de Loyola en las provincias de ultramar y en la propia España. Razones sobraban.

Había suficiente queja contenida en los reales despachos por la forma como administraban los jesuitas las misiones o reducciones del Paraguay asiento de los nativos calchaquíes y guaraníes y la prosperidad que habían logrado en comunidad. Situación que de otro lado habría puesto en bancarrota a los encomenderos, que si bien era cierto se les sabía abusivos e indolentes, al fin de cuentas también eran tributarios del rey.

Que no era poco que aquellos jesuitas, la última Orden clerical arribada al Perú doscientos años antes, hubiera tornado en su favor, hegemónico y exclusivo, la instrucción de los hijos de las clases más encumbradas, dejando a los franciscanos, mercedarios, dominicos y agustinos en planos inferiores en materia de impartir la instrucción.

Además, muchos legados de agradecidos pudientes testaban en favor de la Orden y con ello habíanles procurado un patrimonio en hacienda y propiedad inmueble sobre las que ejercían labor tesonera de producción e industria que los hacía prósperos a la vista de cualquier feligrés y muy al pesar de no pocos.

Y en materia de conocimiento y cultura, los ilustrados hermanos poseían una biblioteca rica en volúmenes de los más variados títulos, en su mayoría tratados de ciencia y teología, ¿No constituía esto un poder de primer orden? Con la expulsión y el tiempo esa colección pasó a formar la Biblioteca de Lima, asolada por la soldadesca chilena en 1881 y devorada por el incendio de 1943.

Tampoco podía dejarse caer en saco roto las intrigas vengativas de don Pablo de Olavide, el limeño quien sufriera prisión dispuesta por la Inquisición sobre la base de la denuncia de los jesuitas de haber empleado parte de los dineros que le confiara el virrey, para obra pía y el levantamiento de templos y casas religiosas destruidos por el sismo de 28 de octubre de 1746 y con esa dolosa sisa haber empezado la fábrica del Teatro de Lima, obra del todo impía, según criterio de sus acusadores.

En el Perú, el virrey don José Antonio Manso de Velasco, conde de Superunda, había conseguido con mucho esfuerzo trocarle a Olavide el auto de fe inquisitorial de la hoguera por el de expulsión perpetua y ahora, en la hora suprema, se encontraba don Pablo en España protegido del Conde de Aranda mascullando su desquite. La expulsión de los jesuitas de todos los reinos de España sería el colofón y para ello pondría algo de su empeño de masón y enemigo natural de la Orden ignaciana.

También se tenía en cuenta la fundada sospecha que el reciente motín llamado de Esquilache, en Madrid, los jesuitas habíanla propiciado o apoyado.

Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, persona de absoluta confianza del rey, firme en su decisión se había propuesto erradicar en la Villa de Madrid el uso de la capa larga y el sombrero de ala ancha llamado chambergo con el pretexto de que, embozados, los madrileños podían darse anónimamente a todo tipo de atropellos y esconder armas entre la amplitud del ropaje.

La medida propugnaba el uso de la capa corta y el tricornio o sombrero de tres picos de procedencia extranjera. La multa en caso de desobediencia ascendía a seis ducados y doce días de cárcel para la primera infracción y el doble para la segunda. A este italiano debía Madrid las obras de saneamiento y limpieza, que tanta falta le habían hecho. A él también la pavimentación e iluminación de calles y la creación de paseos y jardines.

El edicto de marras dio origen a un levantamiento en la vieja capital a orillas del Manzanares y otras partes de España, pero es posible que la manifiesta escasez, pobreza y hambruna que de verdad la asolaban hubieran sido la verdadera causa que había puesto en riesgo la estabilidad del propio rey. Esquilache fue forzado al exilio y de esta forma terminado el motín. (Ver)

¿Cuán lejanos pudieran haber estado los jesuitas de estos sucesos?

Había mucho de encono contra la famosa Orden en el Paraguay y su revolucionaria obra. Claro, resultaba intolerable la competencia de los buenos géneros de tela confeccionados en las reducciones nativas vendidas a precio de coste y de calidades superiores a los burdos que traían los mercaderes de Asunción desde la lejana España para imponerlos bajo grosera exacción a los nativos; ese abuso había terminado. Los jesuitas igual que pronunciaban elocuentes la palabra misionera, enseñaban la ciencia de la manufactura en los telares; el arte del cultivo y la administración de la granja, el uso de las herramientas de todo tipo y su forja; el cuidado de la salud y la preparación de medicamentos. El valor del esfuerzo constante aunado a la virtud cristiana por la buena obra había despertado en los sencillos naturales un orgullo redivivo.

Allí estaba para probarlo también la factura sólida y equilibrada de piedra y ladrillo de sus construcciones, en sus volúmenes generosos, correcta orientación y barroco impresionante; allí también la cadena inigualable de templos que desde Puno, pasando Juli sigue las estribaciones de Humahuaca en Jujuy, hasta Misiones en Yapeyú. Singulares obras maestras, cuyos abandonados vestigios aún son motivo de admiración.

Acaso no fueran notables los alcances de la cultura occidental implantados con paciencia y amor por esos laboriosos frailes. Así, en las espesuras de la cercana Iguazú, una orquesta de cámara formada por jóvenes guaraníes lanzaba a los vientos la Sonata en trío para violines y violonchelo, opus 1, de Arcangelo Coreli, como si lo fuera la más conspicua y afiatada orquesta de Cremona o de Mantua provista de violines tan buenos como los afamados Guarneri o Stradivari, que también los fabricaban en aquellas exóticas latitudes tan lejanas.

Pues no, ya era suficiente; Carlos III, decreta la expulsión de la Compañía de Jesús mediante la Pragmática Sanción, cuya glosa reza:

[…]Habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo Real y de lo que me han expuesto personas del más elevado carácter, estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona, he venido a mandar se extrañen de todos mis dominios de España e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los religiosos de la Compañía, así sacerdotes, como coadjutores y legos que hayan hecho la primera profesión, y a los novicios que quisieren seguirles, y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía de mis dominios. Y para su ejecución uniforme en todos ellos os doy plena y privativa autoridad, y para que forméis las instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y estimareis para el más efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento. Y quiero que no sólo las justicias y tribunales superiores de estos reinos ejecuten puntualmente vuestros mandatos, sino que lo mismo se entienda con los que dirigiereis a los virreyes, presidentes, audiencias, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y otras cualesquiera justicias de aquellos reinos y provincias, y que, en virtud de sus respectivos requerimientos, cualesquiera tropas, milicias o paisanaje den el auxilio necesario sin retardo ni tergiversación alguna, so pena de caer, el que fuere omiso, en mi real indignación. Yo, el Rey, 27 de febrero de 1767.[…]

Mucho hay registrado de la pena, privación y desdén que los miembros de la Orden habrían de sufrir, numerosos de ellos abandonados a su suerte en Italia. Abandonados también sus templos y casas de retiro, mal administrados por las temporalidades, es decir, ocasionales entes encargados del cuidado de ese patrimonio celosamente construido y atesorado que finalmente quedó disperso, hurtado o desaparecido (2).

La expulsión trajo consigo un retroceso en la producción del campo y la industria donde había sido motivo la tarea jesuítica. Se dejó sentir también en la calidad de la instrucción y mucha gente acusó recibo de las deficiencias, de tal suerte que pasados pocos años se gestó la idea de hacer retornar a los extrañados. El daño ya estaba hecho.

Se tuvo empero, para castigo o recompensa, que un jesuita arequipeño, pampacolqueño de origen, don Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, víctima de esta expulsión produjera en su tiempo el más subversivo libro que habría de apuntalar los deseos inocultos de independencia, con anterioridad a la emancipación de Iberoamérica desde los albores del siglo XIX.

La Carta a los españoles americanos del jesuita peruano galvanizó las conciencias de los pueblos y les indujo a la separación de España, acaso para La mayor gloria de Dios.



  
Reducciones del Paraguay; Reducción de San Miguel, actual Brasil, fundada por el jesuita limeño P. Antonio Ruiz de Montoya


(1) Invitamos en este punto a leer la tradición El Nazareno, de don Ricardo Palma, quien era masón y tampoco comulgaba con los jesuitas, respecto a cómo no fue secreto para ellos la real orden de extrañamiento. El historiador R. P. Rubén Vargas Ugarte, S. J. niega versiones de este jaez y por el contrario explica el gran pesar y sorpresa que produjo entre los hermanos jesuitas semejante disposición cuando les fue leída aquella Pragmática Sanción.

(2) Y esto sólo fue uno de los episodios de la tremenda campaña antijesuítica que se desató en Europa. Fueron expulsados de Portugal (1761), Francia (1764), España (1767), Sicilia (1765) y Parma (1768) y la supresión por vía administrativa decretada por el Papa Clemente XIV en 1773. La restauración, impulsada por José Pignateli, tomando como base los grupos de jesuitas que habían permanecido en la Rusia Blanca, fue sancionada por Pío VII (1814) pero no todo resultaría fácil. El afianzamiento y la difusión fueron dificultados por las persecuciones en muchos países.

Fuentes:

Historia General del Perú. Tomo IV (Virreinato 1689, 1776) R. P. Rubén Vargas Ugarte S. J. Ed. Carlos Milla Batres, 1981; Lima-Perú.

Tradiciones Peruanas Completas. El Nazareno, (1774), Ricardo Palma. Aguilar – Madrid 1964.

Internet



http://es.wikipedia.org/wiki/Compa%C3%B1%C3%ADa_de_Jes%C3%BAs


Grabados de Internet

Incursión en San Pablo. Del blog ESEJOTAS del Perú, http://www.esejotas.com/2008/11/la-expulsin-de-los-jesuitas-en-el-per.html
Emblema de la Compañía de Jesús.

Reducciones del Paraguay, Reducción de San Miguel, en territorio actual del Brasil